Nació en Nápoles y cobró vida propia en Buenos Aires. Aquí, una porción de historia de este infaltable en nuestras mesas. Manjar popular, placer redondo.
De origen italiano, se nacionalizó argentina, donde creció hasta definir su nueva identidad. Junto al asado y los ravioles conforma desde siempre el menú básico nacional. Las pizzerías más tradicionales de Buenos Aires han superado el misticismo del café porteño. Es en los típicos locales como El Cuartito, Guerrín, La Mezzetta o Angelín –por mencionar sólo algunos– donde fluye esa magia urbana que define toda gran ciudad. Temprano al mediodía o no bien cae la noche, los mostradores de estos templos del sabor se atestan de fieles que se zampan al paso una porción de Muza o Fugazzeta, como si fuera un rito ancestral.
La conocemos gracias a los napolitanos. Fueron ellos –los italianos del Sur– quienes trajeron esta sencilla delicia a la vera de nuestro Río de la Plata. Un manjar elaborado con una masa fina de harina de trigo untada con salsa Marinara (de tomate fresco, ajo, orégano y aceite de oliva) o Margherita (tomate, mozzarella, albahaca y aceite de oliva).En Buenos Aires cobró vida propia, ampliando su formato, esencia y presentación. Las hay para todos los gustos: grandes, chicas o pizzetas; redondas o cuadradas; por metro o porción; a la piedra o media masa; canchera o rellena; al horno o a la parrilla; in situ o delivery. Es preferible comerla recién salida del horno pizzero e inclinarse por el estilo que conforma el universo de las clásicas. Porque la Pizza tiene sus reglas: no acepta ingredientes exóticos, por más que muchos insistan en cubrirlas de palmitos o ananá. Sacrilegio redondo.
Popular y sofisticada
Así como existen las mencionadas instituciones pizzeras, Buenos Aires ostenta varios restaurantes italianos de renombre donde se la trata con el respeto de origen. Filo, Piola, Siamo nel Forno, Italpast son sólo algunos de los establecimientos que le rinden culto. En estos lugares la pizza es otra cosa, algo más sutil y delicada. “En Nápoles utilizan poca harina, sale pequeña, del tamaño de un plato”, confirma Pedro Picciau, chef sardo propietario de Italpast, el maravilloso restaurante de Campana. “La alternativa es al taglio (al corte), de molde, cuadrada, y se come en la calle, fría, como en Sorrento.” Cuenta que en Cerdeña, durante los años ’50, no había ninguna pizzería, mientras que en Buenos Aires ya existían desde hacía tiempo. Banchero y Pirillo se establecieron en 1932, y luego abrieron El Cuartito (1934), Las Cuartetas (1936), Angelín (1938), Kentucky (1942), Los Inmortales (1952) y tantas más. El Maestro Picciau promete para este invierno inaugurar su horno pizzero de barro, a gas y leña, desde donde sacará unas pizzas sensacionales, sazonadas con jugosos tomates madurados en la planta, como debe ser.
Pasado y presente
Lo cierto es que la evolución no olvida su génesis. Y la Pizza tampoco. Antecedentes hay muchos, arcaicos, y todos se concentran en la cuenca del Mediterráneo: se cree que fueron los colonos de la Antigua Grecia quienes asimilaron un pan chato de origen Persa. Y ya la primera historia de Roma, escrita por Catón el Viejo en el siglo III antes de Cristo, describe una “masa redonda aderezada con aceite de oliva, hierbas y miel, horneada sobre piedras”. Un pan redondo, petrificado, con los ocho cortes perfectamente marcados en su esponjosa –y ya impenetrable– circunferencia es una clara evidencia arqueológica hallada en las ruinas de Pompeya, enterrada bajo la ceniza ardiente del Vesubio el 24 de agosto del año 79.
La palabra Pizza ya se utilizaba en el 997 en la ciudad de Gaeta, donde hablaban un latín medieval, según el Nuovo Dizionario Etimológico della Lingua Italiana , de Cortelazzo y Zolli. En junio de 1889 la reina consorte Margherita de Savoia se deslumbró en el Palacio Real de Capodimonte con una pizza que llevaba los colores de la bandera italiana, elaborada por Raffaele Esposito, propietario de la pizzería Brandi, traído especialmente de Nápoles para la ocasión. De ahí nace el nombre de la pizza Margarita, famosa en el mundo entero. Que los argentinos hicimos –casi– nuestra, comiéndonos más de dos mil años de historia.
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