Es trágico pero cierto: perdimos el primer lugar en el ranking de consumidores de carne, nos pasó Uruguay. Los mitos de la argentina y por qué cambiamos nuestra dieta.
Fragmento de una increíble nota de Diego Vecino @contrarreforma
Asado en Mendiolaza de Marcos López
La metrosexualización de la comida
Un factor que explicaría la caída en el consumo de carne (el más polémico), tiene que ver con las transformaciones en el patrón sociocultural de consumo de alimentos. Acá hay dos elementos, que se alimentan mutuamente y que en realidad conforman un solo proceso indiferenciado. El primero es lo que la antropóloga especialista en alimentación Patricia Aguirre, conceptualizó con la fórmula "ricos flacos / gordos pobres" y que implica cambios fuertes en los hábitos alimentarios segmentados por el nivel de ingresos y la clase social. El segundo es lo que en el inframundo resentido de la argentinidad populista (y en los informes del IPCVA) se denomina "la metrosexualización de la comida".Para Patricia Aguirre, durante buena parte del siglo XX nuestra sociedad conoció formas diferenciadas de ingerir alimentos que armonizaban con las estrategias de apropiarse de la renta: había dos cocinas, alta y baja, que sobredeterminaban dos formas distintas de llevar el cuerpo: los ricos eran gordos, porque gordura era sinónimo de opulencia, y los pobres eran flacos. "Se podía conocer la posición social por el tamaño de la cintura", afirma la antropóloga.
Sin embargo, hace treinta o cuarenta años, este saber socialmente aceptado se transformó: "Lo paradojal -prosigue Aguirre- es que se dio vuelta el sentido del hambre, y los que no tienen superponen carencias y sobrepeso. La obesidad del pobre está basada en el consumo de pan, papas, grasa y azúcar, mientras que en sectores más acomodados, la alimentación es más variada e incluye frutas y verduras, lácteos y carnes".
Estos cambios, créase o no, comienzan a darse en simultáneo al descenso en el consumo de carne. El abandono es doble: en la base de la pirámide socioeconómica, los segmentos más bajos migran hacia las grasas y los hidratos, al encontrar la carne a precios supervaluados por el impacto que provoca su rentabilidad en los mercados externos. En la punta de la pirámide, por otra parte, los sectores más acomodados se mueven hacia otras dietas, por la influencia de los nuevos discursos publicitarios y sanitarios, que asocian el consumo -en un sentido general, que incluye también la alimentación- con el bienestar, a veces ingenuo, de los sabores exóticos, de los paisajes bucólicos y de los nombres eufemísticos con que se transforma en una experiencia sensorial el acto pedestre de comer una ensalada con rúcula, queso parmesano y semillas.
¿Quién tiene la razón? "Una cosa interesante que se está produciendo hoy en día -afirma Patricia Aguirre- es la multiplicación de los saberes legítimos que dicen qué y quién debe comer qué. Hoy conviven los grandes cocineros que nos enseñan cómo comer rico para disfrutar de la vida, el sistema médico que nos enseña cómo comer sano para sobrevivir a las enfermedades, las ecónomas que nos enseñan cómo comer barato para llegar a fin de mes y la industria que nos enseña cómo comer rápido, precocido, desgrasado y envasado, todo codo a codo con la cocina porteña que nuestras abuelas solían preparar y que marca nuestro gusto y pertenencia".
En los últimos años, nuestra identidad argentina fue manoseada como nunca antes en la historia. Todo ese cúmulo de saberes y creencias que nuestros padres y abuelos daban por sentados a nosotros se nos antojan lábiles, lejanos y un poco arbitrarios. Para quienes nacimos en los tardíos 60, en los 70, en los 80, la Argentina sigue siendo, aunque débilmente, el país del asado, y el ritual se mantiene, aunque en muchos casos sea más bien bajo el glow kitsch de la experiencia retro, como un intento por recrear una gestualidad atractiva, pero no del todo propia. ¿Nos ganará la vertiginosa época actual, con sus fosforescentes tendencias que se reemplazan una y otra vez a sí mismas?
Cuando empecé a escribir esta nota, tenía la idea de hacer una encendida defensa del asesinato industrial y sistemático de vacas para el consumo a las brasas y la felicidad del pueblo. En serio, ¿qué otra cosa hay más litúrgica y protocolarmente feliz y argentina que un asado? Pero ahora no estoy tan seguro. Sobre el final, la sensación que me queda es que el asado perdurará, se transformará en un ritual vintage o morirá según el peso de su propia verdad histórica. No hay que defenderlo, hay que simplemente ponerlo en la posición incómoda de tener que sobrevivir frente a la hiperproliferación de nuevas formas de comer.
La argentinidad encontrará siempre nuevos mitos, nuevas narraciones, nuevos humos que venderse a sí misma, con el fin de mantener el orgullo y la unidad. Seremos una nación futbolera y vegetariana, acaso, y si eso sucede será justo. Por mi parte, no pienso renunciar a ese momento repetido en el tiempo y el espacio de juntarme con mis amigos a comer un asado. Llegados los años en que ir a un boliche resulta pegajoso e incómodo, queda el culto reposado de la amistad en torno a un cacho de vacío. Nuestros hijos quizás prefieran comida de la India con vino frizante y no les recomiendo que los juzguen por eso.
Fuente: conexionbrando.com
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