En EE.UU., los gigantes de la industria prometen dejar de usarlos y un reciente libro plantea una paradoja inquietante: alimentos frescos cada vez más insípidos frente a productos industriales sabrosamente adictivos y de bajo valor nutricional.
Postrecitos lácteos con gusto a alfajor de maicena y dulce de leche. Papas fritas y snacks sabor “lomo a las finas hierbas”. Aguas de frutos rojos o tropicales que no contienen ni unos ni otros. Si hasta hace un tiempo las etiquetas en la góndola anunciaban sabores tradicionales (vainilla, queso, lima-limón, chocolate, frutilla), en los últimos años los alimentos y bebidas procesados han llevado el arte de la saborización industrial a extremos insólitos. En parte como consecuencia de los caprichos y engaños del marketing, pero también debido a la evolución y la sofisticación de un mercado que mueve millones alrededor del mundo, aunque a los ojos de los consumidores pase inadvertido: el de las compañías que crean (o recrean) sabores de laboratorio para su aplicación en los más diversos productos.
Presionadas por las demandas del público y el auge de la movida eco-foodie, en Estados Unidos grandes empresas alimenticias y cadenas de fast food han comenzado a informar sus intenciones de reducir o eliminar el uso de saborizantes artificiales y otros aditivos, tales como conservantes o colorantes. Recientemente, General Mills se comprometió a quitarlos de todos sus cereales para 2017. Mondelez, Kraft Foods, Subway, Taco Bell y Pizza Hut son otras de las corporaciones que han informado medidas similares.
Muchos analistas ven en estas acciones la sombra del greenwashing (mostrar una imagen sustentable que no condice con la cultura y las practicas efectivas de una organización) o, lisa y llanamente, la necesidad financiera de recuperar market share y revertir la caída en las ventas en detrimento de marcas o alternativas más naturales y auténticas. Pero, sea cual fuera la motivación, lo cierto es que por aquellos pagos los sabores sintéticos están en el centro del debate y hasta son el eje de un polémico libro que los responsabiliza por la crisis del sistema alimenticio.
EL EFECTO DORITO
“The Dorito Effect: the surprising new truth about food and flavor” (El efecto Dorito: la sorprendente nueva verdad sobre comida y sabor), escrito por el periodista Mark Schatzker, plantea la paradoja entre alimentos frescos cada vez más insípidos (por culpa de los transgénicos, los pesticidas y las modernas técnicas de agricultura intensiva), y productos industriales híper sabrosos pero vacíos nutricionalmente. El autor indaga en cómo el paladar de las generaciones jóvenes reconoce mejor los sabores “empaquetados” que los naturales, y postula la necesidad de reeducar el sentido del gusto. La epidemia de obesidad, enfermedades coronarias y diabetes no responde, a su juicio, al exceso de grasa, carbohidratos o cualquier otro nutriente en la dieta occidental estándar, sino al divorcio creciente entre sabor y nutrición: entre lo que nos gusta y lo que nos alimenta.
“Desde los años 40 –dice– hemos estado despojando de sabor a los alimentos que cultivamos. Esos tomates perfectamente redondos que adornan los pasillos de los supermercados son en su mayoría agua, y los pollos de grandes pechugas en los platos de nuestras cenas crecen tres veces más rápido que antes, lo que los deja secos e insípidos”. En simultáneo –apunta–, se dieron saltos tecnológicos que permiten producir en tubos de ensayo los sabores que se están perdiendo en los campos y las granjas. “Hemos interferido con un lenguaje químico ancestral, el sabor, que evolucionó para guiar nuestra nutrición, no para destruirla”, lamenta Schatzker. Y agrega: “Quebramos la conexión entre sabor y nutrición al crear sabores sintéticos y alimentos que saben deliciosos, pero carecen de nutrientes”.
Lejos de resignarse, sin embargo, plantea que es posible re-entrenar poco a poco el paladar para reconocer (y preferir) los sabores reales de los ingredientes frescos, integrales y no manipulados. “Nos hemos convencido de que nuestra adicción al sabor es el inconveniente, cuando en realidad es la solución: estamos a las puertas de una nueva revolución en agricultura que nos permitirá comer más sano y disfrutar los sabores del modo en que la naturaleza los ha concebido”, concluye.
FÁBRICAS DE SABOR
Es probable que nunca hayas oído hablar de firmas como las suizas Givaudan y Firmenich, la alemana Symrise o la japonesa Takasago. Pero son nada menos que los tanques globales de un negocio que factura 25.000 millones de dólares al año (un 13,6% más que en 2010) y que diseña productos que van desde sabores para alimentación humana y animal hasta fragancias para aromatizar ambientes, cosméticos, artículos de higiene o prendas de vestir. Givaudan, por ejemplo, emplea a unos 10.000 trabajadores y está presente en 80 países, con plantas productivas en 34. Un dato: entre sus accionistas principales, figura un tal Nestlé.
Presentes en lácteos, bebidas, cereales, sopas, snacks y embutidos, los saborizantes se usan para potenciar el sabor, sustituir ingredientes o recuperar aromas que se pierden en el proceso productivo a gran escala. También para dotar a cada marca de una identidad particular y distinguirla de sus competidores, lo que implica el desarrollo de sabores a la medida de cada cliente. La ciencia al servicio de la saborización combina elementos para desarrollar líquidos, polvos o emulsiones que, al fin de cuentas, conferirán a un producto el factor mágico que puede convertirlo en un favorito de la góndola o condenarlo a un rotundo fracaso.
Durante el siglo XX, las compañías alimenticias advirtieron que ciertos compuestos volátiles se perdían durante el almacenamiento y que podían ser capturados y reintroducidos después. Técnicas complejas, como la llamada encapsulación (se “encierran” dichos compuestos en matrices de grasa vegetal), permiten que sabores se liberen progresivamente dentro de la boca. Estos trucos sensoriales facilitaron, entre otras cosas, la aparición de chicles con sabor más duradero. Los profesionales del rubro reconocen, sin embargo, que algunos sabores, como el del café recién molido, siguen resultando muy difíciles de imitar.
ARTIFICIALES VS. NATURALES
Los aditivos aromatizantes y saborizantes pueden ser naturales o sintéticos. Los primeros, según el reglamento técnico del Mercosur en la materia, se obtienen a partir de materias primas naturales (aceites esenciales, extractos, bálsamos), mientras que los sintéticos surgen de procesos químicos y a su vez se clasifican en a) idénticos a los naturales (provienen de materias primas de origen animal o vegetal) y b) artificiales (compuestos que no han sido identificados en productos de origen animal o vegetal). En otras palabras: los naturales se crean a partir de cosas comestibles y los artificiales, de elementos no comestibles. Incluso hay saborizantes químicos que pueden ser hechos tanto de fuentes naturales como artificiales: la molécula es la misma, pero el camino para elaborarla es diferente.
“Los químicos sintéticos en los saborizantes artificiales, por lo general, se producen a un costo menor y son potencialmente más seguros, porque han sido testeados con rigurosidad”, asegura Dina Spector en el artículo “La sorprendente verdad sobre cuántos químicos hay en todo lo que comemos”, publicado en 2014 por Business Insider. ¿Son, entonces, nocivas o peligrosas para la salud estas sustancias? Desde las filas de la nutrición alternativa, se las demoniza y se les atribuye una larga lista de efectos adversos. Pero el consenso nutricional dominante relativiza esas alarmas, considerándolas seguras e inocuas.
Como sea, el debate sobre los riesgos de los saborizantes y la dicotomía artificiales vs. naturales esconde el verdadero problema: la expansión de estos aditivos que hacen las veces de “impostores del gusto” es señal de que la comida procesada está ganándole la batalla a la real. Y, como plantea Schatzker en El efecto Dorito, la brecha entre sabor y nutrición nunca fue tan grande como ahora.
LA BANANA ES OTRA COSA
El mundo de los saborizantes guarda varias curiosidades que explican por qué el sabor de un producto es tan diferente al del producto verdadero. Por ejemplo: una leyenda nunca confirmada (ni desmentida) cuenta que el sabor artificial de la banana fue desarrollado a partir de una antigua variedad llamada Gros Michael, que desapareció el siglo pasado por una plaga causada por el hongo Fusarium oxysporum o “Mal de Panamá”. Luego los productores cultivaron una cepa distinta, la Cavendish, que no sabe igual que la Gros Michael. De ahí que muchos productos sabor banana difieran tanto de la sensación que el paladar asocia a esta fruta. Cabe preguntarse lo mismo con varios otros sabores que predominan en los productos industriales y que poco tienen que ver con el sabor original del vegetal en cuestión.
Por Ariel Duer
Fuente:
Planeta Joy